Thursday, July 06, 2006

Escribe, escriba.
Tomo un martillo. Uno grande, de esos que se usan para demoler paredes. Sí, una maza, eso quise decir. Bueno, la cuestión es que lo tomo, lo blando, de forma amenazante. Sí, ya sé que mi cuerpo posee ciertas características fisiológicas que impiden que blanda una maza de forma amenazante: No te pedí opinión, tu escribe.
Golpeo un cuadro, que cae al suelo. Sí, puedes complacer tu sed estética literaria aquí y en toda la descripción. Muestra la violencia de lo que estoy haciendo, pero que sea bella.
Comienzo -decía- a golpear sistemáticamente cuanto objeto se me presente. Destruyo todo lo que está a mi alcance. Muebles de roble, objetos de vidrio de dudosa utilidad, pilas y toneladas de libros que escupen palomas de lomos blandos con cada martillazo. Hiperventilo mientras una lluvia estática de astillas flota en el aire. El sonido constante de los golpes no se mitiga por su insistencia: cada machaque es una súbita muerte, una sacudida inesperada pero anunciada. Cada golpe es una muerte.
El caos empieza cuando me desquito con las paredes. Éstas se vencen fácilmente a mis martillazos, muchísimo más facilmente de lo que mis bíceps de 10 cm de diámetro hubieran imaginado.
El concreto salta
crepita
cae
baila
cubre
evaporiza
ahoga
sigue saltando.
Para cuando las cantidades de cemento hecho polvo que he inspirado, me impiden seguir descargando mi furia, mi humillación, mi impotencia, mis ganas de destruir todo lo que sea yo; y que paradójicamente se exterioriza al revés, atacando -vanalmente, de todas formas- todo lo que no sea yo, para cuando el cemento en mis pulmones -decía- no me deja seguir, el cuarto es Chernovil después de la explosión.
Termino mi obra.
Te digo que acabes la descripción.
Destuyo tu cabeza con el martillo, y escribo eso mismo, y lo que va a venir cuando ya no pueda escribir más.
Acabo conmigo.
Pero eso ya lo escribí antes.