Si hay un destino, me está tomando el pelo.
No importa lo que haga, siempre hay algo ahí como una pared invisible pero tan tangible como para romperte la nariz y un par de huesos cada vez que, intencionalmente, está allí.
Y dan ganas de decir que salvo exepciones que pueden contar las manos de una tortuga ninja, todos dan ocote y se pueden ir un poquito a la mierda. Y será envidia, porque ellos a la pared no la sienten, la pasan por encima, se ríen, parecen felices, van a restoranes y piden chateaux sengans y comen helados con sus novias en el centro. Y uno está en un café en Rosario, en Córdoba, en Buenos Aires, en Kuala-lumpur, da lo mismo, pero siempre tomando un café, y piensa que el Rally mundial es una idiotez, que la televisión es una idiotez, que las convenciones sociales son idioteces, que uno es idiota, que ya no puede mirar a nadie a la cara y reprimir las ganas de decirle que es un imbécil, que no se da cuenta que la vida misma niega la existencia de -ni siquiera digo felicidad- la alegría. Y después llorar y abrazar a alguno de los borrachos que andan tirados por el centro. Llorar y emborracharse pensando en lo lindo que sería abrazar a un borracho o a un caballo. Acordarse de Poe, de Esteban Espósito y de Nieztche.
Sigo otro día, no tengo ganas de vivir justo ahora.
Creo que alguien más quiere la máquina porque considera que las cosas cotidianas hay que hacerlas a pesar de que no tengas fuerzas suficientes en el alma como para sostener una hoja de un arbol, para sujetarla y quemarla con un cigarrillo. Ni para empinar el codo. Respirar parece esforzado ahora.
Todo por mi culpa.
Somos todos, capaz, un poquito mazoquistas.
D.P.
(muy damned, hoy)