Thursday, March 22, 2007

Breve relato tendiente a ilustrar la precaria estabilidad dentro de la cual creemos existir, o sea, que las leyes podrían ceder terreno a las excepciones, azares o improbabilidades, y-ahí-te-quiero-ver. (parte II)

Y uno se pasea por el mundo chocho y sonriente pensando que las cosas responden a cierto orden, o a ciertos órdenes. Que hay una lógica que rige las cosas, que esa lógica es congnocible y aprehensible y que luego uno puede andar chocho y sonriente esperando lo esperable y sin mayores sorpresas -la vida te da sorpresas; sooorpresas te da la vida- y qué mejor que semejante engaño si así uno puede hasta fingir felicidad y vaya uno a saber cuántos otros supuestos procedentes de la irrealidad del optimismo.
Pero no, claro. Que todo está armadito como una casa hecha de legos, todo encaja y cierra perfectamente, sólo que para darse cuenta habría que dar por tierra con tantas pequeñas cosas que ayudan a la supervivencia (salvavidas y gráciles palabritas de las que uno se sujeta cual otoñal hoja que va a caer pero-no-quiere-hacerlo-por-nada-del-mundo). Y sin embargo no se puede ser ciego, che. Porque a la vuelta de la ezquina más recóndita de Córdoba, perdido en una plaza en Madrid o en Chicago, te lo cruzás a Piñón Fijo sin maquillaje que lo sonría, tal vez de la mano de una desgraciada gorda ama de casa, y ahí está, ahí te quiero ver, y cómo no hacés para abrazar el primer caballo que se te cruce, cómo hacés para no llorar como un nene, si de golpe y porrazo, cuando pensás en lo muy bien que te vendría comprar cigarrillos negros, te encontras una sota de espadas en la calle, un piolín negro en el campo, una radio rota en el patio de tu casa.
Y si a veces, si andás con poca suerte o con mucha sensibilidad encima, hasta hay perros que sonríen o duermen para uno, nubes que adoptan verborrágicas formas, tragos de cocacola que remiten directamente a una foto en blanco y negro de la torre Ángela (vista cenital), colores que, por momentos, cantan otoños de hace seis o siete años en Neuquén, un viejo cospel de cabina teléfonica porteña (esas que parecían caparazones de tortugas) que guarda una intrínseca relación con la cuarta o quinta torta frita de la tarde más lluviosa de los últimos doce martes.
Ahora, querida, agarrate al pragmatismo, aflojate entre tareas diversas que te distraigan de las premoniciones que te cuento. Y vos, estimado amigo, vos también hacete el boludo, no vaya a ser que un día de estos estés tarareando una canción folklórica húngara en el preciso momento que Juez pasa por la disquería Edén, rodeado de periodistas y curiosos, mientras a tres cuadras hay un ciego que te toca "Agujita de Oro" en versión doble bombo del Pato Strunz, mirando aviezamente a ningún lugar, y dos o tres nenas de polleras azules se toman un grido batido.
Cuánta impunidad, pensarás... Pero será tarde o demasiado temprano para poder escuchar las voces que (dormidas, filosas y como vaivenes) se dejan llevar por las ruedas de los colectivos y el grillo más desanimado del jardín de enfrente.
No es eso, es otra cosa, una mucho menos evidente. Es como esa tarde en que escucábamos un grito como de gallina siendo torturada y yo salí con miedo, con mucho miedo de que se cayera el techo o nos invadieran los moros, y vos te reíste porque blandía el tramontina con la toalla todavía hecha un turbante el la cabeza...