Noche patética y reveladora.
Hombre solo, sentado frente a una computadora, escuchando canciones suaves en youtube, Angel, Touch of Evil, Don't Cry, canciones suaves. Bebe ginebra y fuma cigarrillos cuyo nombre remite a latitudes tan remotas que suenan imposibles. A un metro de él hay otra mesa con otra computadora, frente a ella se encuentra una mujer, un poco mayor que él. Entre ambos hay un silencio aterrador, que ninguno de los dos se atreve a romper, ya sea por capacidad de percibir la estética de la situación, o por incapacidad de atentar contra ésta. Él canturrea.
Al cabo de unos instantes comienza un diálogo impreciso, de preguntas que no esperan ser respondidas, pero que distan mucho de ser retóricas. Las palabras se miden unas con otras, se observan, se comparan, pero mantienen distancia. Ella dice que no entiende por qué él va a volver a París. Olvidé mencionar lo preciosa que es ella, lo enormemente bella, lo pequeño que se ve él en sus ojos. Él tampoco sabe los porqués. Vuelve a París, punto. Deja Valencia y el caos mental que Valencia conlleva.
La conversación se apacigua, las palabras son menos ásperas y son dichas con menor dificultad. O eso parece entender él, que va por el cuarto vaso. Ella se levanta y sigue-con-sus-cosas. Prepara cera, ese suplicio que las mujeres se aplican como martires de la estética que son. No sé si es porque él estaba ya ligeramente ebrio, pero reparó en ese gesto con gravedad, tal vez exageradamente. Olvidé decir que ella se iba a la mañana siguiente, y que el se quedaba, un día más, en la casa que le era absolutamente ajena. El ridículo de la situación iba en aumento, al menos para su percepción borrosa: La charla había sido dada por concluída, no sólo cuando ya se había vuelto casi placentera y vulgar, sino que además de una manera brusca, despreocupada, como casi todos los milagros.
Apura el vaso y anuncia que se va a dormir.
Entra en la habitación y se sujeta la cabeza con horror. Comprende que, como ya había dicho una vez, a modo de broma, él no es un buen ejemplo de argentino ni de turista ni de nada. Comprende ahora que ni siquiera es un ejemplo desdibujado de hombre. Comprende que lleva un monstruo que le come, le rasga el alma, que su alma reside en el hígado y la ginebra nada tiene que ver con el dolor. Ríe calladamente. Ríe porque hace tiempo que ha olvidado cómo llorar. El dolor proviene de la certeza brutal de no poder ser un hombre, de cargar siempre con ese peso de la extrañeza, de ver los ojos que lo miran y se preguntan qué clase de demente es él. Está solo.
Finalmente se duerme, sueña literatura.
Sueña que existe una oruga blanca con manchas negras, una oruga que por momentos tiene el rostro de la hermosa mujer que lo miraba dubitativa la noche anterior. En su sueño, el ama verdaderamente a la oruga blanca con rostro de mujer y ojos claros, casi verdes. Ella también lo ama, pero sufre porque sabe que, en su condición de oruga, está condenada a vivir mil años, y que lo verá envejecer y morir, y que su amor es tan grande que no soportará verlo morir. Pero se aman demasiado como para dejar que esa verdad les impida algunos momentos de felicidad absoluta.
Ella vive bajo la tierra, como es evidente que viven los seres de su especie. El va a visitarla por las noches, cuando nadie puede verlos amarse, cuando nadie puede juzgar ese amor contranatura de los hombres y las orugas con rostro de mujer.
Un día, sin embargo, son descubiertos. La consecuencia es clara: Ella debe morir. La sentencia es indiscutible, es el destino de todas las orugas que amen a los hombres. Él intenta una fuga, un escape, pero ella sabe que es imposible, los encontrarán y la matarán. Huyen. Son alcanzados y ella es quemada en una hoguera medieval. Al consumirse su cuerpo no hay cenizas, hay un perfecto cuerpo de mujer, oscurecido por el hollín y el humo. Miles de mariposas vienen a cubrir esa vergüenza. Él llora, desconsoladamente. Sufre como los hombres no han sufrido nunca, salvo aquellos que han llegado a amar a las orugas de hermosos rostros y cadáveres esculturales. El sufrimiento es tan atroz que por momentos se despierta y descubre que tiene el rostro empapado en lágrimas, así como la almohada sobre la que reposaba su cabeza. Vuelve a dormirse. El resto del sueño es confuso. Las sucesivas vigilias que interrumpen el sueño a causa del llanto y el verdadero sufrimiento que la muerte le provocó, van desviando el sueño hacia zonas más felices del inconsciente.
Despierta, sin embargo, y recuerda con una claridad asombrosa, con una reminiscencia de dolor en el pecho.
Por la mañana ella parte y casi no se despiden. Ella está preciosa, se ha vestido y pintado porque su viaje tiene por finalidad encontrar a su lejano amante de voz gruesa y lenguaje galo. Él no dice nada, entiende que el sueño tiene autonomía por sí mismo, que no importa todo lo que tenga que sufrir, todo lo que tenga que beber, todos los ridículos que tenga que experimentar, finalmente, de esa abyección que lleva por vida, siempre surge la literatura, como una pequeña redención, una muerte, un consuelo.
Lo brutal es saber que todo esto ha ocurrido, que no es imaginación ni borrachera, que fue real en una noche de Valencia, el viernes diecinueve de enero del año dos mil siete.
Algún día alguien entenderá qué significa esto, la insoportable consciencia de saberlo real.